Trabajos forzados del hogar

Hoy, después de andar trajinando en la cocina casi toda la mañana, y cuando ya pensaba que podía descansar un ratillo, me he quedado mirando el fregadero con los ojos desconsolados y el alma en un puño: estaba otra vez hasta la bandera. ¡Maldición!. A riesgo de que me tomasen por loca, incluso le he sacado el dedo corazón, combinado con un perfecto corte de manga. Momentos de diarrea mental los tenemos todos...no seáis duros.
En ese preciso instante han venido a mi mente toda clase de improperios de índole reivindicativa: ¿por qué las mujeres tenemos que cargarnos todo el trabajo sucio de casa?, ¿qué se creen estos autodenominados hombres de la casa, que con sacar la basura y arreglar -o terminar de estropear aún más- de uvas a peras algún cachivache ya han hecho su labor del mes? Qué indignación por dios, me exasperan...
Para mi consuelo, me he acordado de un libro que leí no hace mucho -y cuyo título no me viene a la mente- que versaba sobre, precisamente, estas cuestiones. Podría resumirlo así: las mujeres no deberíamos quejarnos tanto, pues somos las mujeres las que educamos a los hombres, esto es, las mujeres les educamos según nuestra concepción de cómo debería ser un hombre.
Craso error compañeras, craso error. Tomaré prestado lo explicado en el libro para exponer mi alegato.
¿Cómo demonios vamos a educar nosotras correctamente a un hombre si en el fondo, y en la superficie, no sabemos cómo son? ¿No sería más lógico que los hombres educaran a los hombres y las mujeres a las mujeres?
Qué queréis que os diga amigas, algo estamos haciendo mal...
Os contaré mi caso, que por supuesto no es extrapolable ni pretende serlo.
Por circunstancias de la vida, mis padres han estado casi las veinticuatro horas del día deslomándose para que sus hijos tuviéramos un futuro. Por ello, mi madre ha procurado enseñarnos –a las hijas, cómo no- “todo lo que una mujer debe saber para llevar una casa” (sic). A mis hermanos en cambio, les mandaba a regar las plantas y árboles, a podar, a quitar malas hierbas, etc.
Cuando yo aún era demasiado pequeña como para manejar los fogones, lavadora, plancha, etc. debía colaborar en algo, de modo que me mandaban con mis hermanos a regar, arrancar hierbajos y esas cosas. Conforme crecía, iba incorporándome a las labores “propias de mujer”. Si alguna vez los chicos necesitaban ayuda fuera, las chicas siempre debíamos acudir en su rescate, ¡pero claro! Si por algún motivo a nosotras se nos acumulaba la faena y no dábamos a basto, ningún ser humano con un apéndice colgante entre las piernas se dignaba a aparecer por allí, y no digamos a echar una mano. ¡¡Injusticia!! Mejor cállate y friega rápido si quieres ir a patinar...
Y aquí viene donde la matan... Una servidora, siendo quizá más avispada que el resto, he ido enseñando poco a poco a mi hermano el menor a que sepa hacer todas las labores de la casa. Vale que no consigo que las haga a diario, pero se que sabe hacerlas, incluso en contadas ocasiones me ayuda con las tareas, después de pedírselo trescientas cincuenta y nueve veces.
Mi conciencia queda así lavada, yo hice todo lo que pude por la mujer que vendrá-que de hecho ya está aquí-, y ayudé a mis camaradas en esta cruzada contra los trabajos forzados del hogar.
Tengo un plan -sí, soy una ilusa, lo se-, cuando me case/viva en pareja, pienso establecer desde el minuto cero ciertas pautas de convivencia: las tareas, sean cuales sean, se repartirán al 50%, sin negociaciones, y pienso enseñar a mis hijos –ya sean hembras o varones- las tareas domésticas sin distinción alguna. ¡He dicho!
Debo terminar aquí, la plancha y una tonelada de camisas me esperan... ¡¡a las barricadas!!

Tiempo de llantos furtivos.

A veces, cuando la vida me golpea, debo erigirme como un mástil fuerte, casi irrompible, una columna vertebral que sustenta todo cuanto ocurre a mi alrededor.
No es una decisión sencilla, ni mucho menos cómoda, pues resultaría infinitamente más sencillo abandonarme a la pena y al llanto, dejarme arrastrar por la apatía y el abatimiento, caer en los brazos del desconsuelo... pero no puedo, no quiero.
Puede que, ilusoriamente, dé una imagen de persona fuerte, que se crece ante las adversidades, capaz de remontar el vuelo, de correr a contra corriente, de vivir a marchas forzadas. Es todo mentira...
Cada pena o tristeza que me alcanza, ejerce el mismo efecto que mil hienas feroces devorando mi corazón, aturde mi alma, cala como una lluvia fría de enero en mi existencia.
No puedo permitirme ver a mis seres queridos venirse abajo, por eso me planto mi armadura, ajada y raída pese a su juventud.
Mi armadura me permite permanecer erguida cuando en realidad necesitaría dejar caer mis hombros al vacío, bajar la cabeza y aliarme con la desesperación.
Ella tapa mi rostro, asustado, temeroso, lleno de incertidumbre.
Esa misma armadura me permite seguir soportando cada día, uno tras otro, los golpes que van llegando a diestra y siniestra.
A veces, el peso de la armadura se hace harto insoportable, necesito deshacerme de ella. Es entonces cuando, al desprenderme de ella, siento que todo el dolor acumulado sube, como las burbujas del champán, hasta mi garganta y, justo en ese momento, parece que mi cabeza vaya a estallar en mil pedazos.
En ocasiones, la sensación es tan intensa, que siento como si, de pronto, pudiera coger todo ese dolor, masticarlo, y volvérmelo a tragar, en un intento desesperado de hacerlo desaparecer para siempre...
Las lágrimas furtivas son el único consuelo que me queda hasta que pase la tempestad y reine de nuevo la calma, porque creo firmemente que vendrá, llegará cuando menos lo espere. Será entonces tiempo de mirar atrás, ver todo lo que he pasado, sacudirme el polvo del camino, abrazar como siempre -y como nunca-, a los míos y seguir caminando juntos esta senda que es la vida.
Caminaré ofreciendo mi pecho y mi frente a la fortuna, pues en una mano llevo a los míos, y en la otra, agarrándolos firmemente, a aquellos que cada día se ganan mi respeto, mi admiración y todo mi amor incondicional. A aquellos que comparten mis lágrimas furtivas, que –aunque no literalmente- lloran conmigo.
A vosotros, aquí tenéis mi mano si en algún momento del camino la necesitáis. Apretadla fuerte, no os soltaré, jamás...

Amor incondicional


Necesito su sonrisa inocente de cada mañana para poder poner los pies en el suelo de este mundo tan infectado y purulento de codicia y maldad.
Adoro sentir el olor de su piel, ese olor a inocencia que hace que cada día merezca la pena y te hace darle a la vida una nueva oportunidad.
Ansío sus besos llenos de babas, pero ofrecidos con todo el amor y la mayor bondad que puedan existir.
¿Cómo se puede amar tan incondicionalmente a alguien a quien sólo conoces desde hace apenas año y medio? Qué pregunta tan tonta, pues aún no le había visto la carita y ya lo quería más que a mi propia vida...
No quiero ni imaginarme lo que debe sentir su querida madre por él si yo, que soy su tía, siento tal adoración por un ser que no levanta ni un metro del suelo. Es tan grande que de pensarlo casi duelen las entrañas.
Anhelo que llegue el día en que, de pronto, note cómo un ser chiquitito se mueva dentro de mi vientre, nadando dentro de mi, acurrucadito, caliente, feliz, notando los latidos de mi corazón, escuchando mi voz, oyendo las nanas que le canto... y cuando por fin lo conozca... mi vida jamás volverá a ser la misma, ya no. Ahora hay un trocito de mi en el mundo que se va a convertir en el centro de mi universo, a partir de ahora todo girará en torno a él. Colmará de felicidad muchos días de mi vida, otros tantos serán de preocupación e inseguridad, pero seguro habrán merecido la pena, pues no hay ser en este mundo con mayor capacidad de amar que una madre.

Porque yo lo valgo...


Resulta curioso observar cómo en la sociedad, y hablo concretamente de la sociedad occidental, se imponen unos cánones de belleza a lo largo de la historia de dicha sociedad.
En la actualidad, tal y como todos sabemos, la norma máxima es la delgadez extrema, casi rozando los desórdenes alimenticios añadiría yo. Ante esto, y quede dicho de antemano ¡yo me rebelo!
No estoy delgada, pero estoy sana. Llevo toda mi vida sometiéndome a dietas absurdas que no han hecho sino empeorar mi sobrepeso, porque cuando haces una dieta y la dejas, ocurre el llamado “efecto yo-yo”. ¿Esto a qué se debe? Pues es sencillo: la parte primitiva del cerebro recibe información del cuerpo. Éste le advierte de que no está ingiriendo alimento, pero claro, el cerebro primitivo es incapaz de analizar si el ayuno se realiza de forma deliberada o bien es por escasez real de nutrientes al alcance del sujeto. Entonces ocurre que el metabolismo basal (la cantidad de calorías que el organismo consume para su propia subsistencia básica en procesos tales como respiración, abastecimiento de flujo sanguíneo, etc., o lo que es lo mismo, el mínimo de calorías para mantener un cuerpo vivo) se hace más efectivo. Que el metabolismo basal de un sujeto se haga más efectivo implica que “guarde” más calorías que antaño. ¿qué ocurre entonces cuando abandonamos la dieta? Pues el “efecto yo-yo” que mencionaba antes: si el metabolismo basal antes guardaba, por ejemplo, 1000 calorías, ahora ha pasado a guardar 1500 “por si acaso”.
Después de toda esta parrafada técnica, llegamos a la conclusión de que ahora, todo lo que como, y repito TODO, me engorda media unidad más que antes de hacer la dieta. Resultado: ¡tú! Mujer desdichada, ilusa, ¿qué te pensabas?, ahora engordarás lo que adelgazaste más la mitad, ¡ah! y el doble de rápido.
Señoras y señores, así de tirano es el cuerpo con su dueño... ¿o es al revés, y somos nosotros los que castigamos al cuerpo deliberadamente?
Planteémoslo del siguiente modo: ¿por qué tengo yo que adelgazar para calzarme una talla 36 si con la talla que llevo me veo atractiva? Querida sociedad ¡yo no llevo la talla 36!, ni me hace falta, siempre poniendo por delante la salud, ojo.
¿Te das cuenta de que diariamente nos bombardean, a través de todos los medios de comunicación y a todas horas, con eslóganes sobre cómo debemos ser, vestir, hablar, pensar, actuar, etc.? Yo particularmente me niego a caer en su trampa comercial, aunque, siendo sincera, inevitablemente en alguna cosa caeré, nadie es perfecto.
Por ejemplo, en los anuncios de perfumes, ya no me queda claro si lo que están vendiendo es una fragancia o sexo seguro.
Todos ellos te prometen que si usas su producto (léase perfume, crema, champú, etc.) serás más susceptible de ser protagonista de un acto copulativo. Manda huevos. ¿Que quieres tener el mejor orgasmo de tu vida? Para qué molestarte en encontrar un sujeto con el que fornicar, ¡no!, usa mi champú y te garantizo la máxima satisfacción. ¿Quieres ser una mujer de éxito, a la que todo el mundo admira a pesar de haber protagonizado un escándalo bochornoso por consumo de drogas ilegales? Usa este perfume y ¡voilá!, todo arreglado. Querido piltrafilla, si usas mi desodorante todas las mujeres te seguirán al fin del mundo cual perras en celo en busca de su “macho man”. Encontramos un suavizante para la ropa que arregla las crisis matrimoniales, teléfonos móviles que de repente multiplican por mil tu vida social, bebidas alcohólicas que te convierten de golpe y porrazo en una persona con éxito en todos los aspectos de tu triste y monótona vida, detergentes que limpian todas, sí, todas las manchas habidas y por haber (qué curioso que luego la misma compañía te venda un quitamanchas, ¿no?) Y así podría seguir hasta el día del juicio final.
Concluyendo, ¿acaso no soy yo digna de ser deseada por el sexo opuesto a pesar de estar gorda? Pues sí, soy tan digna como la que más.
El verdadero problema es que llevo tantos años oyendo que la gordura no es atractiva, que he desarrollado los mismos prejuicios de los que tan fervientemente me quejo. Soy yo quién no me acepto, soy yo quién me juzgo ante el maldito espejo, soy yo misma quién me impido salir a la calle llevando minifalda sin despeinarme.
Pero ¡ah lectores! (si es que tengo alguno), pienso acabar con ese tröll que habita en mi mente, estoy decidida... “porque yo lo valgo” ;)

La paja en el ojo ajeno

A veces nos ocurren cosas que hacen despertar una pregunta en nuestras mentes, y no me refiero a preguntas fútiles, son preguntas que te hacen reflexionar durante horas, quizá días, sobre algo.
Hace unos días ocurrió algo que hizo que mi propia ética se tambaleara.
No entraré en detalles con respecto al suceso, pues realmente ni es necesario ni merece la pena, por lo que trataré de exponerlo lo más brevemente posible: actuando en caliente, hice tomar a alguien “de su propia medicina”. Esa persona en varias ocasiones ha dejado en ridículo a personas cercanas a mí y pensé que no estaría mal hacerle sentir lo mismo para “ver si aprende”.
Inmediatamente después de aquello, me sentí mal. No por la persona a la que iba dirigida “la medicina”, incluso, si me apuras, tampoco me importaba lo que pensaran los demás. Fue una sensación extraña. Me invadió un sentimiento de vergüenza para conmigo misma. ¿Quién era yo para ajusticiar o dar lecciones morales a nadie? Y peor aún, ¿por qué narices estaba haciendo justo aquello por lo que estaba clamando justicia?
Veámoslo del siguiente modo: si, por ejemplo, yo quiero enseñar a alguien que ha pegado a otro que eso no se hace, y el método que uso es pegarle para enseñarle, ¿que aprendizaje pretendo obtener? Ninguno, ciertamente.
Además, con mi desafortunada actuación, y a mi modo de ver, me puse a la altura de aquellos a quienes juzgo, por lo tanto, me convertí en alguien igual: igual de punible, igual de detestable, todos iguales.
Y es aquí donde encontramos el quid de la cuestión: ¿quién me creo para juzgar a nadie? ¿Acaso no he criticado yo a las espaldas? Por supuesto. ¿Acaso no he dejado alguna vez en ridículo delante de todo el mundo a alguien que no me caía bien? Pues también, y ojo, no me jacto de ello en absoluto, es tan sólo un ejercicio de auto-sinceridad. Entonces, ¿qué derecho tengo de exigir? Pues en realidad, y aunque duela, ninguno. Es el sentimiento de propiedad lo que me empujó a actuar. ¿Propiedad? Sí, pues se estaban metiendo “con los míos”. Es como cuando uno tiene un primo/hermano/amigo/etc. que es de tal o cual forma: yo se cómo es, pero que no venga nadie a recordármelo, porque se las verá con mi justicia implacable.
Cuán parciales e inicuas son a veces nuestras sentencias para con los demás. Es por eso que he decidido que a partir de ahora dejaré de “ver la paja en el ojo ajeno” y me preocuparé más de ver la viga que tengo incrustada en el mío.
Se que es un trabajo peliagudo, yo incluso diría que imposible: la meta-cognición requiere mucha crueldad y tiempo. Pero no por ello me voy a rendir a la primera de cambio, a fin de cuentas no hablamos de otra cosa que tratar de ser mejor persona cada día, y con eso no hay que tener contemplaciones, hay que “echar toda la carne en el asador”.

¿Por qué me gustan las hadas?


“¿Por qué te gustan las hadas?”, me suele preguntar quien me conoce.
Supongo que mi forma de ser y mi carácter no encajan mucho con “lo esotérico” de las hadas, pues no soy una persona con creencias religiosas de ningún tipo.
Sin embargo, las hadas tienen algo que me atrae, desde bien pequeña me han fascinado. Desde que tengo uso de razón, en mi cuarto siempre ha habido alguna figurita, dibujo o cualquier icono relacionado con ellas, hasta tal punto que me he hecho pintar una de forma perenne en mi propia piel...
Llegados a este punto, hasta yo misma me pregunto: ¿Por qué me gustan las hadas?
Son seres mágicos, bellos, delicados, bondadosos, gráciles; tienen el don de aparecer y desaparecer, pueden volar, y andar por doquier. Sólo con batir sus alas, son capaces de conceder el mayor de los deseos y eliminar cualquier mal a quién se lo pida de todo corazón...
Pero, como no todo iba a ser positivo, ellas también tienen un Talón de Aquiles: si no crees en ellas, sus poderes se desvanecen y acaban muriendo de pena.
¿Por qué me gustan las hadas? Probablemente porque las envidio.

Motores

Algunos sentimientos funcionan como verdaderos motores, pues provocan en quien los siente la necesidad de hacer algo. Muy a mi pesar, mi motor es la tristeza.
No ha sido fácil iniciarme en esta aventura incierta de desnudarme con mis palabras para que, quien guste, lea lo que me apena, lo que me hace feliz... en definitiva, el motor que mueve mis actos.
Bien es cierto que esto mismo lo podría hacer con un diario de los de toda la vida. No obstante, el hecho de que pueda haber alguien leyendo ahí detrás, es quizá un ápice de esperanza que me reconforta cuando me encuentro sola, aún estando rodeada de gente.
Con todo, no pretendo que nadie me comprenda, ni tan siquiera que estén de acuerdo, es sólo una pequeñísima válvula de escape, un aspirador que recoge los restos de polvo de hada que caen tras batir mis alas...

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