María. Parte I

María no era una chica especial, ni siquiera se consideraba guapa. Tenía 35 años y ya pintaba algunas canas que ocultaba con baños de color que ella misma se aplicaba en casa, sin mucha maña, por cierto. Su físico, aunque proporcionado, no encajaba en los estándares que predominan actualmente, ya que tenía unos cuantos kilos de más a sus espaldas –kilos que a ella le parecían pesar el doble de lo que realmente eran-. Se crió en el seno de una familia tradicional –padre, madre y cinco hermanos- de clase medio-baja y ha vivido toda su infancia y adolescencia en un barrio de lo más corriente.
María acabó sus estudios básicos con alguna que otra dificultad. Desde entonces se puso a trabajar en donde fuera con tal de ganar el suficiente dinero que le permitiera alquilar un piso lejos de su barrio y de la gente que la conocía.
Tras muchos años dando tumbos de un empleo a otro –dependienta de frutería, cajera de un supermercado de barrio, dependienta de gasolinera, limpiadora, etc.- ahora se encuentra en el paro desde hace tres meses.
Nunca ha tenido amigos, sólo conocidos a los que saludar con un leve movimiento de cabeza cuando regresa a su barrio para visitar a sus padres. En su nuevo barrio tampoco ha labrado ninguna amistad. Sólo saluda a algún vecino, y sólo si él saluda primero. Ni que decir tiene que tampoco ha forjado amistad alguna con los compañeros de los trabajos que ha tenido a lo largo de su vida. Su timidez y sus complejos físicos no la dejan abrirse a los demás.
Está convencida de que su personalidad no no es intresante y no encaja con la de nadie, es por ello que la vida social de María brilla por su ausencia.
Últimamente está demasiado estresada y preocupada: la idea de no tener un empleo y unas obligaciones diarias más allá de las tareas domésticas le angustian.
Desde que terminó su último empleo dedica casi todo el día a cultivar su mayor pasión: cocinar, pero sobre todo comer.
“Cocinar me sirve de terapia antistress”, se dice a sí misma. Se queda ensimismada en sus pensamientos mientras pica la cebolla, lava la lechuga, marca la carne, salpimenta el pescado... Tiene un gran libro de recetas que para ella es como un tesoro: conoce cada página y todas las recetas que en ellas hay escritas, pues las ha elaborado muchísimas veces. Todas menos una, la más difícil: Bœuf bourguignon. Le daba verdadero pánico preparar aquella receta tan difícil, sentía que no era lo suficientemente buena como para ser digna de cocinar aquel manjar reservado sólo a las manos más expertas y adiestradas en el arte de los fogones.
Aquella noche de principios de verano las preocupaciones no la dejaban dormir, así que se despidió de la cama y fue hasta la cocina. Se enfundó su delantal, abrió la nevera para comprobar de qué ingredientes disponía y se puso manos a la obra. Para cuando hubo acabado, le esperaba en la mesa de la cocina un enorme chuletón de buey aderezado con una espesísima salsa a la pimienta. El plato, pocos minutos después, quedo limpio como una patena.
Aquella copiosa (re)cena le calmó el alma momentáneamente. Sin más demora, volvió a la cama y, esta vez sí, concilió por fin el sueño.
A la mañana siguiente se despertó con la saliva espesa y una horrible acidez estomacal. “No debí haber cenado dos veces”, pensó. Aquel chuletón apaciguó su conciencia nocturna, pero ahora se sentía infinitamente peor, no ya por la acidez, sino porque le remordía la conciencia comer tanto teniendo en cuenta que aquello empeoraría más su físico. “Debí haber tomado sólo un maldito yogur desnatado”, se repetía incesantemente a si misma.
Decidió bajar al bar más cercano a desayunar, para acallar aquellas malditas voces a base de churros con chocolate.
El bar estaba atestado de gente tomando el desayuno, como ella. Pero existía una gran diferencia: todos estaban en compañía excepto María. Se sintió la cosa más patética e insignificante del mundo. En un arrebato de supervivencia social, se acercó a la barra a coger el primer periódico que encontrase para que su desvalida imagen no llamara demasiado la atención de los allí presentes. Casualmente era un periódico de esos donde se ofertan puestos de trabajo, pero ya era demasiado tarde para volver a la barra a por otro ejemplar, “eso llamaría más la atención”, se dijo.
Así que sin más remedio se puso a leer superficialmente y con desdén toda aquella marabunta de oferta y demanda, mientras esperaba a que la camarera le trajera su desayuno. Es entonces cuando lo vio: “Se precisa ayudante de cocina. Necesaria experiencia. Bien remunerado. Buen ambiente de trabajo. Llamar al (...)” Le dio un vuelco el corazón.
Su mente empezó a trabajar, los pros y contras iban y venían. Pensaba tanto y tan fuerte que casi podía escuchar un ligero zumbido. Se encontraba a punto del colapso emocional cuando la camarera que portaba sus churros con chocolate la hizo despertar y volver al mundo real. El corazón le palpitaba muy rápido. Tomó lo más rápido posible el desayuno, pagó y se marcho a casa.
Por el camino no dejaban de venir a su mente toda clase de pensamientos negativos y frustrantes que se incrustaban en su cráneo como si de rayos se tratase. Cada vez caminaba más y más deprisa. De un salto subió el escalón de su portal, abrió la puerta con las llaves tintineando por el temblor de su mano y se metió corriendo al ascensor. Pulsó el botón de su piso repetidas veces, como si por apretarlo tanto fuera a subir más rápido. Abrió rauda la puerta de casa y una vez allí sintió como toda la presión acumulada se disipaba muy poco a poco.
Se quedó allí parada, con la espalda pegada a la puerta, con la sensación de que ahí fuera se estaba librando la III Guerra Mundial y su casa era el mejor búnker que pudiera existir.
“No seas estúpida, es lo que siempre has deseado”, se dijo a sí misma al cabo de un momento. Masticó esa frase durante un rato, durante horas en realidad. “No vales para nada María, eres una inútil total. Ya podrías aprender de tus hermanas”. Esa frase, que tan familiar le resultaba, era la que siempre le repetía su madre cada vez que ella se decidía a emprender algo. Esa frase sonaba como una sirena de barco en su cabeza. Sonaba tan fuerte que silenciaba cualquier otro pensamiento que quisiera arrojar. “No vales para nada María...” Se recostó agotada en el sofá y, casi sin darse cuenta, se quedó ligeramente adormecida.
Los pitidos del atasco que se formó en su calle sobresaltaron a María, que se despertó de forma abrupta y desubicada. “¿Qué hora es?”, se preguntó. Se frotó los ojos e hizo un esfuerzo por enfocar la vista hacia el reloj del reproductor DVD de su salón. “No puedo creer que sean las cinco de la tarde. Tengo hambre”, masculló para si misma. Se levantó dolorida por la dureza del sofá y por haber estado durmiendo sentada, fue arrastrando los pies hasta la cocina y abrió la nevera aún medio dormida. No había nada apetecible, sólo un puñado de espárragos, medio bote de mayonesa, un pack de yogures desnatados sin empezar y un trozo de pechuga que no le motivaba nada.
Decidió recurrir a su preciado libro para ver si así conseguía obtener alguna inspiración. Lo abrió al azar y al ver el contenido de la página le temblaron las rodillas: “Bœuf bourguignon”, leyó. Pasaron unos segundos hasta que pudo volver en sí. “Debe tratarse de una señal”, pensó, “tiene que serlo...”
Por primera vez en su vida, María se armó de valor. Fue a la mesa de la cocina, cogió papel y lápiz y comenzó a anotar los ingredientes que necesitaba comprar para preparar aquel plato de cocina, “ajo, zanahorias, cebollino, vino tinto, buey, perejil, tomillo, laurel...” escribía a toda velocidad.
Tras realizar todas las compras, llegó a casa ansiosa por comenzar a cocinar, “si consigo que me quede rico estaré preparada para marcar ese maldito número y cambiar mi vida” pensó.
Tres horas después tenía ante si un plato de aspecto sublime. Llegó la hora de probarlo, o mejo dicho, de probarse. De demostrarse a si misma que no era “una inútil total” como su madre se había encargado de repetirle una y otra vez.
Se sentó en la mesa de la cocina, cogió firmemente el tenedor y el cuchillo, cortó delicadamente una de las piezas de aquel tierno y jugoso buey y lo llevó a su boca lentamente, dilatando al máximo el tiempo por miedo a que el resultado no fuese el que ella esperaba. Todos sus miedos estallaron en el preciso instante que pudo saborear aquel pedacito de cielo, aquellos ingredientes que, mezclados en su justa proporción y elaborados con mimo y paciencia, podrían tambalear los sentidos de cualquiera que lo degustara.
María acabó su delicioso plato con la única compañía de un buen vino tinto, se preparó un baño caliente con espuma y se metió en la cama. En aquel momento se sentía la persona más feliz del mundo, y sobre todo, se sentía útil.
Aquella mañana despertó temprano, hacia las ocho. La emoción que sentía sobre la incertidumbre de su futuro más próximo hizo que se le cerrara el estómago. Pasó toda la mañana dando vueltas por casa, esperando el momento preciso para llamar... Mientras tanto, no hacían más que llegar toda clase de pensamientos a su cabeza, “es mi única oportunidad...pero seguro que cogen a alguien más preparado que yo, o más guapo... bueno, de todas formas, al trabajar en la cocina no estoy cara al público, no creo que tengan eso en cuenta... ¿pero cómo no lo van a tener en cuenta si estoy hecha un adefesio?...”
A las once y media, y tras cuatro tazas de café bien cargado, no aguantó más y marcó el número del restaurante. Aquellos nueve dígitos que podrían cambiar su vida...
Continuará.

De huevos, sandías y otros (des)encantos.

Ahora que casi empieza el ciclo estival, no hay mayor placer –en mi humilde opinión- que sentarse al aire libre cuando ya llega el ocaso y devorar una tajada de sandía helada. Eso si encuentras alguna que sepa a algo más que agua y pepitas.
Que desasosiego, la sandía ya no es lo que era. Cuando voy al mercado, trato de hacer uso de mi olfato -experimentado por la práctica culinaria- e intuición. Pero nada, un nuevo desencanto.
Lo mismo me ocurre con los melones, las naranjas, los albaricoques, las cerezas ¡e incluso las manzanas, por dios! Con lo insípidas que son de por sí, no creo que sea tan difícil que salgan medio aceptables. Y volvemos a lo de antes, otro fiasco, otro bocado que antes de producirse se perfila dulce y placentero se queda en un trago de agua con algún resquicio de la fruta que un día fue y debería ser.
Aún recuerdo cuando –de niña- esperaba a que llegaran mis padres de la Vega Baja con el maletero del coche abarrotado de naranjas de huerta, de esas que tienen la piel gruesa y que sólo con acercar la nariz a la piel podías adivinar que lo que aguardaba dentro era algo sabroso y magnífico, el mejor de los elixires.
Lo de los huevos es tema aparte. ¿Qué narices les dan de comer a las gallinas, que ponen los huevos aguados y sin sabor? Vaya preguntas, si nosotros lo humanos –que se supone nos situamos en la cumbre de la cadena alimenticia- nos alimentamos a base de transgénicos por aquí y sucedáneos por allá, no me cabe duda que la dieta de las gallinas debe ser paupérrima y artificiosa. Esos huevos que nuestras madres nos preparaban antes, con su yema anaranjada -casi rojiza-, que cuando la rompías con un trozo de pan casero brotaba cual volcán en erupción. ¡Y qué sabor por dios!
¿Y el pollo? ¿Qué pasa con el pollo? Estamos de acuerdo, nunca ha sido un manjar, pero es una carne bien socorrida para el día a día y nos ofrece multitud de posibilidades a la hora de trabajar con ella en la cocina.
Haciendo uso -una vez más- de mi memoria, recuerdo cuando antes se sacaba la carne del cocido o caldo, y había que roer el hueso del pollo para separar su carne de éste. Ahora, si pones un caldo de pollo, cuando vayas a buscar el susodicho pedazo, te encontrarás con la terrible circunstancia de que el hueso y la carne se han divorciado definitiva e irreconciliablemente. Y no me extraña, los pollos de ahora llevan más anabolizantes y hormonas en su cuerpo que Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone juntos en sus mejores tiempos.
La leche, el pan, la carne en general, el pescado ¡los tomates! –gran e inigualable regalo de nuestros amigos americanos- ya no son lo que eran. Y que conste que no soy tan vieja, hace apenas quince años yo aún tenía sólo diez, pero mi recuerdo de los sabores de aquellos días queda bien lejano en la memoria, como si algo lo hubiera infectado todo y le hubiera robado su sabor y su esencia.
Si alguna vez encontráis una sandía, melón o naranja que sepa como las de antaño, ¡¡guardadme un trocito!!

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