¿Por qué?

Igual que una colmena repleta y en pleno trabajo. Mi cabeza rezumba, abarrotada de pensamientos que vienen y van, errantes, sin rumbo fijo. Nadie los ha requerido, pero aquí están, dispuestos a aguijonearte con disyuntivas y toda clase de encrucijadas de las que no es sencillo extraer una conclusión clara.
Muchas veces siento que me duele la cabeza, pero he llegado a la certeza de que en realidad mi cabeza está perfecta, es el alma lo que me duele, y ésta, en un intento por hacérmelo saber, somatiza su dolor en mi cabeza, para ver si así le presto atención de una maldita vez.
¿Dónde quedó el respeto, la amabilidad y el amor? Me hago muchas veces esa pregunta. Muchas. Lo triste es que uno siempre refleja sus carencias en los demás, así tiene a alguien a quién criticar. Lo realmente cruel es darte cuenta de que quien más cruel es contigo, quien menos te quiere y respeta eres tú mismo. ¿Y ahora qué?
A estas alturas, me doy cuenta de que he invertido demasiado tiempo en hacer felices a personas que han pasado por mi vida de puntillas, sin preocuparse por mí. Pero claro, imbécil de mí, siempre servicial y atenta, les he dado lo que tenía y lo que no. ¿Será por pura aceptación social o es que realmente soy así de estúpida? Se me ha olvidado pensar en mi misma tanto, que a veces me miro al espejo y no me reconozco.
¿Qué hago ahora con todo ese tiempo dedicado inútilmente a personas que no lo merecían?
¿Dónde están esos abrazos que me merecía y nadie me ha dado?
¿Quién debería tener guardados en su alma mis más profundos secretos?
¿En qué hombro debí dejar caer mis lágrimas como fuente de consuelo?
¿Cuándo me he perdido el respeto a mi misma de esta forma?
¿Por qué? Y todo sin ser consciente de ello, aunque claro, no hay mayor ciego que el que no quiere ver.
Inconscientemente busco un refugio físico a mi dolor, envolviéndome como un paquetito con mi edredón. Cuando el sol entra por las rendijas de la persiana, es cuando tomo consciencia de que por muchos edredones que me ponga, las abejas van a seguir arponeándome.
Últimamente sólo me apetece dormir y no pensar. No pensar es la parte importante, el dormir es sólo el medio para lograr dejar de hacerlo.
Y lo que más rabia me da es que estoy convencida de que ésta no soy yo, me niego a creerlo. Ni por asomo. Este sucedáneo de persona que soy ahora no tiene nada que ver con mi verdadero yo. Necesito dejarlo salir, vomitarlo, purgarme.

María. Parte II

-“¿Qué haces con eso?, ¿es que no ves que vas ridícula?”
-“Sólo me lo estaba probando, eso es todo..."
Aquella mañana María estaba teniendo una lucha interna: ir o no ir a la playa con la familia. Por una parte le apetecía muchísimo, el calor en su barrio era insoportable; pero por otra estaban ellos, decenas de ojos acusadores juzgando cada centímetro de su cuerpo adolescente. Sus tíos fueron la tarde anterior a su casa para ultimar los detalles de las vacaciones familiares. Cuando fue a saludarlos, su tía, en lugar de recibirla con un “Hola María, ¿cómo estás?”, le espetó un hiriente “Virgen Santísima niña, cada día estás más gorda”. “Y tú más vieja”, ansiaba contestar ella siempre, pero para no variar le faltaban agallas.
Los ojos de su hermana seguían clavados en su cuerpo casi desnudo, sólo cubierto por aquel bikini dos tallas más pequeño que le había cogido prestado a su hermana para probárselo. Casi podía sentir los dardos de desprecio que los ojos de su hermana arrojaban al mirarla.
-“Anda, quítatelo, que ve lo vas a ensanchar”
-“Sí... sí, ¿si? ¿Hola? ¿Quién llama?”
Absorta en sus recuerdos, por un momento había olvidado que acababa de llamar al número de teléfono de la oferta de trabajo.
-“Eh... ho... hola. Llamaba por el anuncio del periódico, pero si está ocupado en este momento ya llamaré otro día.”
-“No, no. Descuide. Puedo atenderla.”
María era incapaz de articular una sola palabra. Tras unos interminables segundos de silencio, la voz masculina del otro lado del teléfono retomó la conversación.
-“Bueno, y ¿cuál es su nombre?”
-“María. María Sánchez”- dijo ella con un hilo de voz casi inaudible.
-“Muy bien María, mi nombre es Tristán. Pásese por el restaurante mañana a eso de las 10:30 para la entrevista. La dirección viene en el anuncio”.
-“(   ...   )”- Silencio. La emoción le tenía agarradas las cuerdas vocales en un puño y le pateaba el estómago una y otra vez.
-“¿María? ¿Sigue ahí?”
Hizo un esfuerzo titánico por recuperar las riendas de su cordura y contestó con un escueto -“De acuerdo, allí estaré”.
Tenía ganas de gritar lo más alto que jamás había gritado. Su mente daba alaridos de alegría, pero su voz no podía emerger de su garganta.
Aún tenía el teléfono entre sus manos y lo apretaba con tanta fuerza que podía oír cómo crujía la carcasa. La respiración cada vez se le aceleraba más y más. Casi como si de un acto reflejo se tratase, se lanzó boca abajo en el sofá, pegó la cara a un cojín para asegurarse de no ser escuchada y comenzó a gritar con todas sus fuerzas. Cuando agotó el aire de sus pulmones, se dio la vuelta para tomar una bocanada. Había gritado tan fuerte que al abrir los ojos veía chispitas blancas y estaba a punto de explotarle la cabeza por la presión.
Jadeando, recompuso sus pensamientos e intentó calmarse.
Durante prácticamente el resto del día no hizo otra cosa que deambular por casa, comiendo chocolate amargo y conjeturando cómo le iría su ya inexorable entrevista.
Antes de acostarse mantuvo una azarosa pelea con su raquítico armario. No quedaba otro remedio que el conformismo ante la bazofia de ropa de la que disponía, cosa que no hacía más que mermar su ya maltrecha autoestima.
“¡Que maravilla de vestido!”, pensó par sí misma. Embaucada por aquel trozo de tela, María entró cual autómata a aquella tienda. Fue directa al estante donde se erguía aquel perfecto maniquí de mujer fatal. Escaneó con sus ojos cada centímetro del vestido, quedando aún más impresionada al contemplarlo de cerca.
“Me temo que aquí no hay ropa de su talla Señora. Creo que en la calle de abajo hay una tienda de tallas grandes, pruebe allí”. Aquella voz estridente y altanera la sacó de su ensueño. Deseó con todas sus fuerzas abofetear a aquella arpía y recordarle que nadie es perfecto. Ni siquiera ella, dependienta de una tienda glamorosa, con su perfume exclusivo y su ropa carísima. Y deseó hacerle entender a base de más bofetones que todos, absolutamente todos, tenemos derecho a soñar. Lo deseó con todas sus fuerzas, de verdad quiso hacerlo, pero no pudo. Sólo tuvo fuerzas para agachar la cabeza y aguantar las ganas de llorar hasta doblar la esquina.
Cuando sonó el despertador pudo revivir de nuevo aquella experiencia que acababa de recordar mientras dormía. Una ducha bien fría para paliar el calor de aquella mañana de verano era lo que necesitaba para volatilizar todo recuerdo de la noche anterior. Se tomo su tiempo para disfrutar el placer del agua fría cayendo por su espalda. Después de todo, eran las 8:00 y la entrevista no empezaba hasta las 10:30.
Hacia las 8:20 desayunó, se vistió y salió a la calle en dirección a la parada de bus que la llevaría a unas tres calles del restaurante.
Cuando llegó al restaurante se paró para observar detenidamente el exterior del local. A juzgar por la fachada debía de tratarse de un sitio bastante refinado.
Alargó su mano temblorosa y empuñó vacilante el tirador de la puerta del restaurante.
Olía delicioso. Era una mezcla entre algún guiso exquisito cociendo lentamente y flores frescas, jazmín y azahar probablemente.
En el stand del recibidor había un hombre de unos 45 ó 50 años, con un fino bigote perfilando su labio superior. Se encontraba hablando por teléfono, más concretamente gritando, pero lo hacía tan aprisa que María fue incapaz de vislumbrar de qué se trataba la conversación. Espero pacientemente hasta que aquel airado hombre de aspecto finolis acabara su trifulca con quien fuera que se encontrase al otro lado del teléfono.
-“Buenos días. Mi nombre es María. Ayer hablé con usted, vengo por lo de la entrevista de trabajo”
-“¿Entrevista? Yo no me ocupo de eso, hable con el jefe. ¡Tristán, preguntan por ti!”
María se giró en la dirección a la que había gritado el finolis. Un hombre de aspecto portentoso se levantó de una mesa sobre la que había muchos papeles y se dirigió hacia el stand de recepción.
-“Hola, soy Tristán” dijo alargando su mano hacia María. Tenía la mano grande, curtida por los años de trabajo en la cocina, pero a la vez era cálida y cercana. Daba la sensación de que ya se habían estrechado la mano cientos de veces, le transmitía familiaridad, confianza.
En los pocos segundos que duró aquel apretón de manos, María estudió su rostro. Era un hombre increíblemente atractivo. Su pelo, que se le antojaba estratégicamente despeinado, era castaño claro. Tenía unos enormes ojos de color oscuro con unas cejas perfectamente delineadas. Los labios, finos pero bien definidos, eran las puertas a una hilera de dientes perfectos, que no hacían sino otorgar más encanto a aquel rostro embaucador del que María no podía apartar la vista.
-“Hola, soy María”
Tras una breve conversación intrascendente sobre el calor del verano y otros temas fútiles, Tristán le pidió a María que le acompañase a aquella mesa abarrotada de papeles, donde tendría lugar la entrevista.
-“Muy bien María. Dime, ¿qué experiencia tienes en el mundo de la cocina?”
-“Ya se que en el anuncio decía que era necesaria experiencia. Yo tengo algunas nociones, pero no he trabajado nunca como profesional. Si quiere que me vaya lo entenderé perfectam...”
Antes de que María acabara su frase, Tristán la interrumpió.
-“Por eso no te preocupes María. Vas a poder demostrarme esas nociones. Ahora mismo te daré un uniforme. Ve al vestuario de empleados y cámbiate. Cuando estés lista, te espero en la cocina para que puedas mostrarme lo que sabes hacer”.
María se puso muy alterada, no se esperaba aquella prueba por nada del mundo.
Tristán se levantó y le dijo que esperara allí, que ahora mismo le proporcionaría el uniforme.
Miles de diminutas punzadas le acribillaban el estómago. Se concentró en un camarero que estaba abrillantando unas copas para no híper ventilar en cuestión se segundos.
Al fondo de la sala, María pudo vislumbrar a una chica que portaba consigo unas ropas blancas. “Deben ser para mí” se dijo. Efectivamente. Aquella chica acompañó a María al vestuario de empleados, un cuarto con un par de armarios y  un aseo con váter, lavabo y ducha. Le indicó dónde estaba la cocina y se marchó.
Unos minutos más tarde, María se encontraba en una cocina inmensa equipada con todo tipo de utensilios y aparatos. Siempre había soñado con trabajar en un sitio así.
Comenzaba la prueba de cocina... Continuará.

María. Parte I

María no era una chica especial, ni siquiera se consideraba guapa. Tenía 35 años y ya pintaba algunas canas que ocultaba con baños de color que ella misma se aplicaba en casa, sin mucha maña, por cierto. Su físico, aunque proporcionado, no encajaba en los estándares que predominan actualmente, ya que tenía unos cuantos kilos de más a sus espaldas –kilos que a ella le parecían pesar el doble de lo que realmente eran-. Se crió en el seno de una familia tradicional –padre, madre y cinco hermanos- de clase medio-baja y ha vivido toda su infancia y adolescencia en un barrio de lo más corriente.
María acabó sus estudios básicos con alguna que otra dificultad. Desde entonces se puso a trabajar en donde fuera con tal de ganar el suficiente dinero que le permitiera alquilar un piso lejos de su barrio y de la gente que la conocía.
Tras muchos años dando tumbos de un empleo a otro –dependienta de frutería, cajera de un supermercado de barrio, dependienta de gasolinera, limpiadora, etc.- ahora se encuentra en el paro desde hace tres meses.
Nunca ha tenido amigos, sólo conocidos a los que saludar con un leve movimiento de cabeza cuando regresa a su barrio para visitar a sus padres. En su nuevo barrio tampoco ha labrado ninguna amistad. Sólo saluda a algún vecino, y sólo si él saluda primero. Ni que decir tiene que tampoco ha forjado amistad alguna con los compañeros de los trabajos que ha tenido a lo largo de su vida. Su timidez y sus complejos físicos no la dejan abrirse a los demás.
Está convencida de que su personalidad no no es intresante y no encaja con la de nadie, es por ello que la vida social de María brilla por su ausencia.
Últimamente está demasiado estresada y preocupada: la idea de no tener un empleo y unas obligaciones diarias más allá de las tareas domésticas le angustian.
Desde que terminó su último empleo dedica casi todo el día a cultivar su mayor pasión: cocinar, pero sobre todo comer.
“Cocinar me sirve de terapia antistress”, se dice a sí misma. Se queda ensimismada en sus pensamientos mientras pica la cebolla, lava la lechuga, marca la carne, salpimenta el pescado... Tiene un gran libro de recetas que para ella es como un tesoro: conoce cada página y todas las recetas que en ellas hay escritas, pues las ha elaborado muchísimas veces. Todas menos una, la más difícil: Bœuf bourguignon. Le daba verdadero pánico preparar aquella receta tan difícil, sentía que no era lo suficientemente buena como para ser digna de cocinar aquel manjar reservado sólo a las manos más expertas y adiestradas en el arte de los fogones.
Aquella noche de principios de verano las preocupaciones no la dejaban dormir, así que se despidió de la cama y fue hasta la cocina. Se enfundó su delantal, abrió la nevera para comprobar de qué ingredientes disponía y se puso manos a la obra. Para cuando hubo acabado, le esperaba en la mesa de la cocina un enorme chuletón de buey aderezado con una espesísima salsa a la pimienta. El plato, pocos minutos después, quedo limpio como una patena.
Aquella copiosa (re)cena le calmó el alma momentáneamente. Sin más demora, volvió a la cama y, esta vez sí, concilió por fin el sueño.
A la mañana siguiente se despertó con la saliva espesa y una horrible acidez estomacal. “No debí haber cenado dos veces”, pensó. Aquel chuletón apaciguó su conciencia nocturna, pero ahora se sentía infinitamente peor, no ya por la acidez, sino porque le remordía la conciencia comer tanto teniendo en cuenta que aquello empeoraría más su físico. “Debí haber tomado sólo un maldito yogur desnatado”, se repetía incesantemente a si misma.
Decidió bajar al bar más cercano a desayunar, para acallar aquellas malditas voces a base de churros con chocolate.
El bar estaba atestado de gente tomando el desayuno, como ella. Pero existía una gran diferencia: todos estaban en compañía excepto María. Se sintió la cosa más patética e insignificante del mundo. En un arrebato de supervivencia social, se acercó a la barra a coger el primer periódico que encontrase para que su desvalida imagen no llamara demasiado la atención de los allí presentes. Casualmente era un periódico de esos donde se ofertan puestos de trabajo, pero ya era demasiado tarde para volver a la barra a por otro ejemplar, “eso llamaría más la atención”, se dijo.
Así que sin más remedio se puso a leer superficialmente y con desdén toda aquella marabunta de oferta y demanda, mientras esperaba a que la camarera le trajera su desayuno. Es entonces cuando lo vio: “Se precisa ayudante de cocina. Necesaria experiencia. Bien remunerado. Buen ambiente de trabajo. Llamar al (...)” Le dio un vuelco el corazón.
Su mente empezó a trabajar, los pros y contras iban y venían. Pensaba tanto y tan fuerte que casi podía escuchar un ligero zumbido. Se encontraba a punto del colapso emocional cuando la camarera que portaba sus churros con chocolate la hizo despertar y volver al mundo real. El corazón le palpitaba muy rápido. Tomó lo más rápido posible el desayuno, pagó y se marcho a casa.
Por el camino no dejaban de venir a su mente toda clase de pensamientos negativos y frustrantes que se incrustaban en su cráneo como si de rayos se tratase. Cada vez caminaba más y más deprisa. De un salto subió el escalón de su portal, abrió la puerta con las llaves tintineando por el temblor de su mano y se metió corriendo al ascensor. Pulsó el botón de su piso repetidas veces, como si por apretarlo tanto fuera a subir más rápido. Abrió rauda la puerta de casa y una vez allí sintió como toda la presión acumulada se disipaba muy poco a poco.
Se quedó allí parada, con la espalda pegada a la puerta, con la sensación de que ahí fuera se estaba librando la III Guerra Mundial y su casa era el mejor búnker que pudiera existir.
“No seas estúpida, es lo que siempre has deseado”, se dijo a sí misma al cabo de un momento. Masticó esa frase durante un rato, durante horas en realidad. “No vales para nada María, eres una inútil total. Ya podrías aprender de tus hermanas”. Esa frase, que tan familiar le resultaba, era la que siempre le repetía su madre cada vez que ella se decidía a emprender algo. Esa frase sonaba como una sirena de barco en su cabeza. Sonaba tan fuerte que silenciaba cualquier otro pensamiento que quisiera arrojar. “No vales para nada María...” Se recostó agotada en el sofá y, casi sin darse cuenta, se quedó ligeramente adormecida.
Los pitidos del atasco que se formó en su calle sobresaltaron a María, que se despertó de forma abrupta y desubicada. “¿Qué hora es?”, se preguntó. Se frotó los ojos e hizo un esfuerzo por enfocar la vista hacia el reloj del reproductor DVD de su salón. “No puedo creer que sean las cinco de la tarde. Tengo hambre”, masculló para si misma. Se levantó dolorida por la dureza del sofá y por haber estado durmiendo sentada, fue arrastrando los pies hasta la cocina y abrió la nevera aún medio dormida. No había nada apetecible, sólo un puñado de espárragos, medio bote de mayonesa, un pack de yogures desnatados sin empezar y un trozo de pechuga que no le motivaba nada.
Decidió recurrir a su preciado libro para ver si así conseguía obtener alguna inspiración. Lo abrió al azar y al ver el contenido de la página le temblaron las rodillas: “Bœuf bourguignon”, leyó. Pasaron unos segundos hasta que pudo volver en sí. “Debe tratarse de una señal”, pensó, “tiene que serlo...”
Por primera vez en su vida, María se armó de valor. Fue a la mesa de la cocina, cogió papel y lápiz y comenzó a anotar los ingredientes que necesitaba comprar para preparar aquel plato de cocina, “ajo, zanahorias, cebollino, vino tinto, buey, perejil, tomillo, laurel...” escribía a toda velocidad.
Tras realizar todas las compras, llegó a casa ansiosa por comenzar a cocinar, “si consigo que me quede rico estaré preparada para marcar ese maldito número y cambiar mi vida” pensó.
Tres horas después tenía ante si un plato de aspecto sublime. Llegó la hora de probarlo, o mejo dicho, de probarse. De demostrarse a si misma que no era “una inútil total” como su madre se había encargado de repetirle una y otra vez.
Se sentó en la mesa de la cocina, cogió firmemente el tenedor y el cuchillo, cortó delicadamente una de las piezas de aquel tierno y jugoso buey y lo llevó a su boca lentamente, dilatando al máximo el tiempo por miedo a que el resultado no fuese el que ella esperaba. Todos sus miedos estallaron en el preciso instante que pudo saborear aquel pedacito de cielo, aquellos ingredientes que, mezclados en su justa proporción y elaborados con mimo y paciencia, podrían tambalear los sentidos de cualquiera que lo degustara.
María acabó su delicioso plato con la única compañía de un buen vino tinto, se preparó un baño caliente con espuma y se metió en la cama. En aquel momento se sentía la persona más feliz del mundo, y sobre todo, se sentía útil.
Aquella mañana despertó temprano, hacia las ocho. La emoción que sentía sobre la incertidumbre de su futuro más próximo hizo que se le cerrara el estómago. Pasó toda la mañana dando vueltas por casa, esperando el momento preciso para llamar... Mientras tanto, no hacían más que llegar toda clase de pensamientos a su cabeza, “es mi única oportunidad...pero seguro que cogen a alguien más preparado que yo, o más guapo... bueno, de todas formas, al trabajar en la cocina no estoy cara al público, no creo que tengan eso en cuenta... ¿pero cómo no lo van a tener en cuenta si estoy hecha un adefesio?...”
A las once y media, y tras cuatro tazas de café bien cargado, no aguantó más y marcó el número del restaurante. Aquellos nueve dígitos que podrían cambiar su vida...
Continuará.

De huevos, sandías y otros (des)encantos.

Ahora que casi empieza el ciclo estival, no hay mayor placer –en mi humilde opinión- que sentarse al aire libre cuando ya llega el ocaso y devorar una tajada de sandía helada. Eso si encuentras alguna que sepa a algo más que agua y pepitas.
Que desasosiego, la sandía ya no es lo que era. Cuando voy al mercado, trato de hacer uso de mi olfato -experimentado por la práctica culinaria- e intuición. Pero nada, un nuevo desencanto.
Lo mismo me ocurre con los melones, las naranjas, los albaricoques, las cerezas ¡e incluso las manzanas, por dios! Con lo insípidas que son de por sí, no creo que sea tan difícil que salgan medio aceptables. Y volvemos a lo de antes, otro fiasco, otro bocado que antes de producirse se perfila dulce y placentero se queda en un trago de agua con algún resquicio de la fruta que un día fue y debería ser.
Aún recuerdo cuando –de niña- esperaba a que llegaran mis padres de la Vega Baja con el maletero del coche abarrotado de naranjas de huerta, de esas que tienen la piel gruesa y que sólo con acercar la nariz a la piel podías adivinar que lo que aguardaba dentro era algo sabroso y magnífico, el mejor de los elixires.
Lo de los huevos es tema aparte. ¿Qué narices les dan de comer a las gallinas, que ponen los huevos aguados y sin sabor? Vaya preguntas, si nosotros lo humanos –que se supone nos situamos en la cumbre de la cadena alimenticia- nos alimentamos a base de transgénicos por aquí y sucedáneos por allá, no me cabe duda que la dieta de las gallinas debe ser paupérrima y artificiosa. Esos huevos que nuestras madres nos preparaban antes, con su yema anaranjada -casi rojiza-, que cuando la rompías con un trozo de pan casero brotaba cual volcán en erupción. ¡Y qué sabor por dios!
¿Y el pollo? ¿Qué pasa con el pollo? Estamos de acuerdo, nunca ha sido un manjar, pero es una carne bien socorrida para el día a día y nos ofrece multitud de posibilidades a la hora de trabajar con ella en la cocina.
Haciendo uso -una vez más- de mi memoria, recuerdo cuando antes se sacaba la carne del cocido o caldo, y había que roer el hueso del pollo para separar su carne de éste. Ahora, si pones un caldo de pollo, cuando vayas a buscar el susodicho pedazo, te encontrarás con la terrible circunstancia de que el hueso y la carne se han divorciado definitiva e irreconciliablemente. Y no me extraña, los pollos de ahora llevan más anabolizantes y hormonas en su cuerpo que Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone juntos en sus mejores tiempos.
La leche, el pan, la carne en general, el pescado ¡los tomates! –gran e inigualable regalo de nuestros amigos americanos- ya no son lo que eran. Y que conste que no soy tan vieja, hace apenas quince años yo aún tenía sólo diez, pero mi recuerdo de los sabores de aquellos días queda bien lejano en la memoria, como si algo lo hubiera infectado todo y le hubiera robado su sabor y su esencia.
Si alguna vez encontráis una sandía, melón o naranja que sepa como las de antaño, ¡¡guardadme un trocito!!

Trabajos forzados del hogar

Hoy, después de andar trajinando en la cocina casi toda la mañana, y cuando ya pensaba que podía descansar un ratillo, me he quedado mirando el fregadero con los ojos desconsolados y el alma en un puño: estaba otra vez hasta la bandera. ¡Maldición!. A riesgo de que me tomasen por loca, incluso le he sacado el dedo corazón, combinado con un perfecto corte de manga. Momentos de diarrea mental los tenemos todos...no seáis duros.
En ese preciso instante han venido a mi mente toda clase de improperios de índole reivindicativa: ¿por qué las mujeres tenemos que cargarnos todo el trabajo sucio de casa?, ¿qué se creen estos autodenominados hombres de la casa, que con sacar la basura y arreglar -o terminar de estropear aún más- de uvas a peras algún cachivache ya han hecho su labor del mes? Qué indignación por dios, me exasperan...
Para mi consuelo, me he acordado de un libro que leí no hace mucho -y cuyo título no me viene a la mente- que versaba sobre, precisamente, estas cuestiones. Podría resumirlo así: las mujeres no deberíamos quejarnos tanto, pues somos las mujeres las que educamos a los hombres, esto es, las mujeres les educamos según nuestra concepción de cómo debería ser un hombre.
Craso error compañeras, craso error. Tomaré prestado lo explicado en el libro para exponer mi alegato.
¿Cómo demonios vamos a educar nosotras correctamente a un hombre si en el fondo, y en la superficie, no sabemos cómo son? ¿No sería más lógico que los hombres educaran a los hombres y las mujeres a las mujeres?
Qué queréis que os diga amigas, algo estamos haciendo mal...
Os contaré mi caso, que por supuesto no es extrapolable ni pretende serlo.
Por circunstancias de la vida, mis padres han estado casi las veinticuatro horas del día deslomándose para que sus hijos tuviéramos un futuro. Por ello, mi madre ha procurado enseñarnos –a las hijas, cómo no- “todo lo que una mujer debe saber para llevar una casa” (sic). A mis hermanos en cambio, les mandaba a regar las plantas y árboles, a podar, a quitar malas hierbas, etc.
Cuando yo aún era demasiado pequeña como para manejar los fogones, lavadora, plancha, etc. debía colaborar en algo, de modo que me mandaban con mis hermanos a regar, arrancar hierbajos y esas cosas. Conforme crecía, iba incorporándome a las labores “propias de mujer”. Si alguna vez los chicos necesitaban ayuda fuera, las chicas siempre debíamos acudir en su rescate, ¡pero claro! Si por algún motivo a nosotras se nos acumulaba la faena y no dábamos a basto, ningún ser humano con un apéndice colgante entre las piernas se dignaba a aparecer por allí, y no digamos a echar una mano. ¡¡Injusticia!! Mejor cállate y friega rápido si quieres ir a patinar...
Y aquí viene donde la matan... Una servidora, siendo quizá más avispada que el resto, he ido enseñando poco a poco a mi hermano el menor a que sepa hacer todas las labores de la casa. Vale que no consigo que las haga a diario, pero se que sabe hacerlas, incluso en contadas ocasiones me ayuda con las tareas, después de pedírselo trescientas cincuenta y nueve veces.
Mi conciencia queda así lavada, yo hice todo lo que pude por la mujer que vendrá-que de hecho ya está aquí-, y ayudé a mis camaradas en esta cruzada contra los trabajos forzados del hogar.
Tengo un plan -sí, soy una ilusa, lo se-, cuando me case/viva en pareja, pienso establecer desde el minuto cero ciertas pautas de convivencia: las tareas, sean cuales sean, se repartirán al 50%, sin negociaciones, y pienso enseñar a mis hijos –ya sean hembras o varones- las tareas domésticas sin distinción alguna. ¡He dicho!
Debo terminar aquí, la plancha y una tonelada de camisas me esperan... ¡¡a las barricadas!!

Tiempo de llantos furtivos.

A veces, cuando la vida me golpea, debo erigirme como un mástil fuerte, casi irrompible, una columna vertebral que sustenta todo cuanto ocurre a mi alrededor.
No es una decisión sencilla, ni mucho menos cómoda, pues resultaría infinitamente más sencillo abandonarme a la pena y al llanto, dejarme arrastrar por la apatía y el abatimiento, caer en los brazos del desconsuelo... pero no puedo, no quiero.
Puede que, ilusoriamente, dé una imagen de persona fuerte, que se crece ante las adversidades, capaz de remontar el vuelo, de correr a contra corriente, de vivir a marchas forzadas. Es todo mentira...
Cada pena o tristeza que me alcanza, ejerce el mismo efecto que mil hienas feroces devorando mi corazón, aturde mi alma, cala como una lluvia fría de enero en mi existencia.
No puedo permitirme ver a mis seres queridos venirse abajo, por eso me planto mi armadura, ajada y raída pese a su juventud.
Mi armadura me permite permanecer erguida cuando en realidad necesitaría dejar caer mis hombros al vacío, bajar la cabeza y aliarme con la desesperación.
Ella tapa mi rostro, asustado, temeroso, lleno de incertidumbre.
Esa misma armadura me permite seguir soportando cada día, uno tras otro, los golpes que van llegando a diestra y siniestra.
A veces, el peso de la armadura se hace harto insoportable, necesito deshacerme de ella. Es entonces cuando, al desprenderme de ella, siento que todo el dolor acumulado sube, como las burbujas del champán, hasta mi garganta y, justo en ese momento, parece que mi cabeza vaya a estallar en mil pedazos.
En ocasiones, la sensación es tan intensa, que siento como si, de pronto, pudiera coger todo ese dolor, masticarlo, y volvérmelo a tragar, en un intento desesperado de hacerlo desaparecer para siempre...
Las lágrimas furtivas son el único consuelo que me queda hasta que pase la tempestad y reine de nuevo la calma, porque creo firmemente que vendrá, llegará cuando menos lo espere. Será entonces tiempo de mirar atrás, ver todo lo que he pasado, sacudirme el polvo del camino, abrazar como siempre -y como nunca-, a los míos y seguir caminando juntos esta senda que es la vida.
Caminaré ofreciendo mi pecho y mi frente a la fortuna, pues en una mano llevo a los míos, y en la otra, agarrándolos firmemente, a aquellos que cada día se ganan mi respeto, mi admiración y todo mi amor incondicional. A aquellos que comparten mis lágrimas furtivas, que –aunque no literalmente- lloran conmigo.
A vosotros, aquí tenéis mi mano si en algún momento del camino la necesitáis. Apretadla fuerte, no os soltaré, jamás...

Amor incondicional


Necesito su sonrisa inocente de cada mañana para poder poner los pies en el suelo de este mundo tan infectado y purulento de codicia y maldad.
Adoro sentir el olor de su piel, ese olor a inocencia que hace que cada día merezca la pena y te hace darle a la vida una nueva oportunidad.
Ansío sus besos llenos de babas, pero ofrecidos con todo el amor y la mayor bondad que puedan existir.
¿Cómo se puede amar tan incondicionalmente a alguien a quien sólo conoces desde hace apenas año y medio? Qué pregunta tan tonta, pues aún no le había visto la carita y ya lo quería más que a mi propia vida...
No quiero ni imaginarme lo que debe sentir su querida madre por él si yo, que soy su tía, siento tal adoración por un ser que no levanta ni un metro del suelo. Es tan grande que de pensarlo casi duelen las entrañas.
Anhelo que llegue el día en que, de pronto, note cómo un ser chiquitito se mueva dentro de mi vientre, nadando dentro de mi, acurrucadito, caliente, feliz, notando los latidos de mi corazón, escuchando mi voz, oyendo las nanas que le canto... y cuando por fin lo conozca... mi vida jamás volverá a ser la misma, ya no. Ahora hay un trocito de mi en el mundo que se va a convertir en el centro de mi universo, a partir de ahora todo girará en torno a él. Colmará de felicidad muchos días de mi vida, otros tantos serán de preocupación e inseguridad, pero seguro habrán merecido la pena, pues no hay ser en este mundo con mayor capacidad de amar que una madre.

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