De huevos, sandías y otros (des)encantos.

Ahora que casi empieza el ciclo estival, no hay mayor placer –en mi humilde opinión- que sentarse al aire libre cuando ya llega el ocaso y devorar una tajada de sandía helada. Eso si encuentras alguna que sepa a algo más que agua y pepitas.
Que desasosiego, la sandía ya no es lo que era. Cuando voy al mercado, trato de hacer uso de mi olfato -experimentado por la práctica culinaria- e intuición. Pero nada, un nuevo desencanto.
Lo mismo me ocurre con los melones, las naranjas, los albaricoques, las cerezas ¡e incluso las manzanas, por dios! Con lo insípidas que son de por sí, no creo que sea tan difícil que salgan medio aceptables. Y volvemos a lo de antes, otro fiasco, otro bocado que antes de producirse se perfila dulce y placentero se queda en un trago de agua con algún resquicio de la fruta que un día fue y debería ser.
Aún recuerdo cuando –de niña- esperaba a que llegaran mis padres de la Vega Baja con el maletero del coche abarrotado de naranjas de huerta, de esas que tienen la piel gruesa y que sólo con acercar la nariz a la piel podías adivinar que lo que aguardaba dentro era algo sabroso y magnífico, el mejor de los elixires.
Lo de los huevos es tema aparte. ¿Qué narices les dan de comer a las gallinas, que ponen los huevos aguados y sin sabor? Vaya preguntas, si nosotros lo humanos –que se supone nos situamos en la cumbre de la cadena alimenticia- nos alimentamos a base de transgénicos por aquí y sucedáneos por allá, no me cabe duda que la dieta de las gallinas debe ser paupérrima y artificiosa. Esos huevos que nuestras madres nos preparaban antes, con su yema anaranjada -casi rojiza-, que cuando la rompías con un trozo de pan casero brotaba cual volcán en erupción. ¡Y qué sabor por dios!
¿Y el pollo? ¿Qué pasa con el pollo? Estamos de acuerdo, nunca ha sido un manjar, pero es una carne bien socorrida para el día a día y nos ofrece multitud de posibilidades a la hora de trabajar con ella en la cocina.
Haciendo uso -una vez más- de mi memoria, recuerdo cuando antes se sacaba la carne del cocido o caldo, y había que roer el hueso del pollo para separar su carne de éste. Ahora, si pones un caldo de pollo, cuando vayas a buscar el susodicho pedazo, te encontrarás con la terrible circunstancia de que el hueso y la carne se han divorciado definitiva e irreconciliablemente. Y no me extraña, los pollos de ahora llevan más anabolizantes y hormonas en su cuerpo que Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone juntos en sus mejores tiempos.
La leche, el pan, la carne en general, el pescado ¡los tomates! –gran e inigualable regalo de nuestros amigos americanos- ya no son lo que eran. Y que conste que no soy tan vieja, hace apenas quince años yo aún tenía sólo diez, pero mi recuerdo de los sabores de aquellos días queda bien lejano en la memoria, como si algo lo hubiera infectado todo y le hubiera robado su sabor y su esencia.
Si alguna vez encontráis una sandía, melón o naranja que sepa como las de antaño, ¡¡guardadme un trocito!!

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